Buñol se vive: ¿Quién nos ha robado el tren?

Conocí a un niño hace muchos  años que jugaba en calles de tierra y en muros llenos de día de hierba gallina y de noche de luciérnagas y chicharras. Los lagartos cazaban cerca de las farolas y en los callejones había piedras que servían de armas para defenderse de algún intruso incluso de algún amigo, perro, gato o charco. Merendaba sentado en el banco de una puerta con persianas verdes que se enrollaban desde una cuerdecita en el centro y al intentar entrar siempre te quedabas enganchado, las puertas estaban abiertas o con la llave puesta en el ojo para que cualquiera  pudiera entrar, incluidos los padres, los hijos, los amigos, los vecinos y alguna que otra visita. Sí, entonces se visitaba por sorpresa, y la sorpresa solía ser agradable. Se entretenían las personas con las personas y los niños con los niños. Era un niño de otro tiempo, los bocadillos eran de plátano ó mantequilla  con azúcar, o de algo parecido a Nocilla y hasta de dos colores la había, bebían leche condensada del bote con dos agujeros uno frente a otro y recuerdo escucharle las palabras acetona, mercromina y aspirina.

Le recuerdo también en la doble sesión del cine los domingos por la tarde y cuando las películas eran malas, se escondía por los palcos o por las filas vacías escondiéndose  de algún enemigo inventado, cuerpo a tierra, imitando a algún héroe de la pequeña o de la gran pantalla. Comprarse una coca cola de vidrio verde y pesado junto a unas palomitas o un bocadillo pequeño y de postre gominolas era comparable al mayor de los festines gastronómicos. Recuerdo como me describía los olores, los sabores y los tamaños, todo parecía mas grande… más grande, me decía confuso y extrañado.

He estado con él en los últimos meses en muchas manifestaciones contra todas las cosas que suenan injustas y que nadie sabe muy bien como llegan a lastimar y a desgraciar tantas vidas sin que nadie ponga un remedio inmediato. Supongo -le digo- que ya no se pueden soñar las cosas, que nos hemos hecho grandes y que todo no puede arreglarse con el dios justo que sentíamos entonces dentro. Da rabia no ser omnipotente, haberlo aceptado, incluso a veces, sentirte tan pequeño que casi no eres nada, te vuelves microscópico ante el espejo. Él me mira incrédulo, con la misma sonrisa de siempre o quizá es una mueca, gira sus ojos y con el rabillo me dice que no, que no, que no está dispuesto a entender lo que no tiene sentido y yo le contesto, también en silencio, que nunca volverán aquellos tiempos, que está bien tenerlos en cuenta y recordarlos pero es mejor para las emociones hacerse el ánimo de que la vida cambia y mejora y empeora y mejora y empeora. Vuelve a girar la cabeza, esta vez se que está mirando a una chica, se lo noto en los ojos alegres y melancólicamente vidriosos. Curiosamente después de tantos años ya entre una multitud se exactamente a quien mira, también la he visto  yo   hace un rato, cuando bajábamos del tren que nos han robado y hemos tenido que salir para buscar el 72 que nos ha dejado en el centro. Al subir al autobús ella ha tropezado y se le ha caído una pancarta hecha a mano que ponía: «Ambiciosos y traidores nos robáis los sueños» le he ayudado a recogerla y me ha dado las gracias, él no ha dicho nada pero enseguida he sabido que en ese mismo instante los dos nos hemos enamorado de la misma mujer, nos ha pasado muchas veces, tantas que a veces nos entra una risa tan cómplice que acabamos borrachos buscándola por lugares imposibles. ¿A quien se le ocurriría buscar a una chica así en el peor antro de la ciudad, donde solo los proscritos y los que sufren, que quizá, son los mismos se reúnen para flagelarse después de una día de confrontación de ideales y realidades.

Son las seis y pico de la madrugada, todo huele a cansancio y podredumbre en este lugar siniestramente maravilloso, acaba de salir una chica de la habitación enrollada en una toalla blanca, es mucho más bajita que cuando la conocí hace un rato, después sale mi niño con los ojos hinchados de alcohol, de dolor y sueño, sonríe levemente, aunque, como tantas veces en mis esperas, sé que no está contento, conoce bien el sabor de la pura contradicción y las tinieblas. Se acerca cada vez más a mi, me da una palmada en la espalda, anunciándome que nos vamos, hablar no puede ni quiere, subimos al coche y el silencio contiene la ganas de llegar a casa y dejar caer un cuerpo derrotado, vencido así mismo de tanto castigarlo.

Después de un buen rato entramos al pueblo que nos vio nacer y para no perder la costumbre compramos un pan recién hecho y unos saladitos, sé que vamos a comérnoslo al callejón de la hierba gallina,las chicharras y las luciérnagas. Nos sentamos en el suelo de asfalto y contra la pared y  lo imaginamos todo mientras los dos pensamos que bonito hubiese sido pasear con aquella chica hasta aquí cogidos de la mano.

 

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